CAPITULO 1
-¡¿Se puede saber qué coño haces, payaso?!- Me
llevé las manos a la cabeza, contemplando horrorizada mi moto tirada en el
asfalto de la carretera, con ojos desorbitados y acusadores.
¿Quién había sido el
descerebrado que se había atrevido a ponerle la mano encima a mi joya? Pues
nada más y nada menos que un maldito niño rico. Sólo había que echarle un
rápido vistazo a su refinado traje de lino, la corbata de seda –con la que
sería capaz de estrangularle gustosa- y los zapatos que parecían decir “mírame,
pero no me toques”; para deducir que su “papi” aún seguía pagándole el
deportivo del que se bajaba y cuyo capó había chocado intencionadamente contra
el trasero de mi Honda 600, volcada panza arriba.
-¡¿Es qué estás
borracho?! ¡¿O todavía te dura el pedo de anoche?!- Le dije sin titubear y con un cabreo del quince. Dejé mi desayuno
junto a la acera y me incliné agarrando con fuerza el manillar de mi moto para
levantarla a continuación, pero las risas divertidas de Don Dólar y su grupito
de muñecos Barbie hicieron que perdiese la concentración. La Honda se vino de
nuevo abajo, cediendo a su gran peso.
Resoplé como una
locomotora que está a punto de estallar. Como un toro impaciente por dar la
primera acometida…
Me giré en redondo y
clavé mis ojos marrones ahora encolerizados, en la cara dura de aquel… cara
dura.
-¿Es qué una no puede
entrar a por un Donuts sin que un grupo de niñatos y su cochecito a pilas le
destrocen tu único medio de transporte?- No. Estaba claro que no.
Hoy debía ser el día internacional
de los capullos ricachones.
-Oye, escucha. Perdona,
¿vale? Me he despistado y no he visto tu moto.- Levanté ambas cejas ante su
falsa disculpa. Aquel cerdo vestido de lino estaba encantado por lo que había
hecho y sus coleguillas del Club Pro-idiotas le reían la gracia.
Los miré un instante.
Estaban inclinados sobre los asientos delanteros, observando con expectación.
-¿Los cuatro estabais
despistados?- Asentí y señalé la moto desparramada en la calzada.- Es una moto
bien grande como para no verla, ¿no crees?- Suspiré y di la conversación por
acabada. No solo me habían tirado la moto, sino que encima llegaba tarde al
trabajo y lo que me faltaba para rematar la mañana es que me despidiesen… el
primer día. Entonces si. Al primer puente, me lanzaría en caída libre y sin
red.
Me volví a inclinar hacia
la moto y, sujetando el manillar, logré levantarla.
-Deja que te ayude.- Dijo
una voz masculina a mis espaldas, con algo de mofa. Por no decir mucha, mucha
mofa. Miré de reojo al ricitos de oro –si, era rubio- y me enervé. De nuevo mi
mala leche regresó al tablero del juego.
Le aparté de un empujón
para nada amable y le señalé con el dedo.
-Tranquilo, príncipe
azul, o te juro que no sabrás donde empieza y donde acaba tu culo y el de tu
carricoche.- Le amenacé, e iba en serio. Era capaz de hacer cualquier cosa
cuando perdía la paciencia. Sobre todo con tipos como aquellos. Una vez prendí
fuego a los pantalones de un personajillo que intentó sobrepasarse conmigo. Me
tocó un pecho con toda la confianza del mundo. Y es que, si una no se hace
respetar, ¿quién lo haría?
-Resultas ser muy
desagradable.- Me dijo el chico vestido para la ocasión.
-Si, ¿verdad? Es lo que
suele suceder cuando pasan un descapotable de mil kilos por encima de tu moto.
-Exageras. Tú estás bien y la moto sigue en
perfecto estado…
Ahogué un grito y contuve
el aire y las ganas de cagarme en su padre.
¿Qué estaba en perfecto
estado?
-¿Esto es lo que tú
entiendes por perfecto estado? ¡Me has abollado el lateral y levantado la
pintura!- Paseé los dedos por la chapa abultada hacia adentro, en forma de
espiga vertical. Solté un aullido lastimero, pensando en cuanto me costaría la
reparación y si tenía dinero para pagarla.
-Oye, lo siento. Debí ser
más cuidadoso. Tengo seguro. Puedo pagar el siniestro. Dame un segundo para que
coja la agenda del coche y llame, ¿de acuerdo?- Me giré en redondo, escapándose
la moto de entre mis manos.
¡Mierda, la pata de
cabra!
La Honda calló contra el
suelo, armando un gran estropicio en medio de la calle. La compañía Barbie se
reía de mi, ocultándose detrás de los reposaderos de los asientos del
descapotable. Y, no eran los únicos ojos curiosos. Sentía la mirada de todo el
mundo sobre mi y mi moto.
Fruncí tanto el ceño que
pensé que se me iba ha partir la frente. Me había sonrojado tanto que la sangre
estaba a punto de escaparse por mis orejas, como en esas películas malas de los
años treinta.
-¡¿A dónde coño vas?!- Le
grité a la desesperada al tipejo rubio que abría la puerta de su flamante coche
para ir en busca de no sé qué agenda.
Ya. Y yo había nacido
ayer…
Iba a marcharse,
dejándome con el problema y librándose él de pagarme los desperfectos de la
moto.
-Ya te lo he dicho, y no
grites tanto. Nos mira todo el mundo.- Me habló de manera condescendiente. Se
creía más que yo por ir vestido de Armani y por conducir un deportivo rojo.
¿Era una Ferrari?
Mientras que él miraba la
agenda, yo terminé de poner en pie la Honda, asegurándola con el pie de cabra
para que no volviese a andar por los suelos. Saqué las llaves y rogué a quién
quiera que fuese quién estuviese allí arriba que el motor no se hubiese jodido.
Metí la llave en el
contacto con suavidad y giré. Suspiré con alivio al escuchar su incesante
ronroneo. Sonreí y ladeé el rostro hacia el chico con la agenda entre sus
manos. Entrecerré los ojos.
-Dame un segundo. Voy ha
llamar y…- La llave arañaba la chapa roja del capó allá por donde la deslizaba,
hundiéndola con la suficiente fuerza como para provocar un importante arañazo
cerca de la insignia con forma de caballo. Si, definitivamente, era un Ferrari.
Los ojos del chico se
abrían cada vez más, a medida que yo seguía deslizando las llaves por encima de
la pintura de su amado coche.
El sonido era
insoportable. Igual que arañar la pizarra con una tiza. Pero lo ignoré. Era más
el gozo que sentía en aquellos momentos en el que la punta de las llaves se
llevaba la pintura y la chapa del coche que el propio sonido que hacían
chirriar los dientes.
-¡Para ya, loca!- Alcé
las cejas y levanté la llave. Esbocé una leve media sonrisa.
-Vaya, vaya. A pesar de
todo, el niño rubio tiene su corazoncito.- Le eché un último vistazo al arañazo
en el capó. Que se diese con un canto en los dientes y que agradeciese que no
llevara la cadena…
Nuestras miradas se
cruzaron. Mis ojos verdes con los suyos, azules, casi grises. Me despedí con la
mano.
-Chao.- Triunfal, me subí
a la Honda y aceleré dejando allí plantado al ricachón con cara de póker.
-Hola, mamá.- Grité desde
la entrada. Cerré la puertecita recién pintada de blanco inmaculado, con la
esterilla echada sobre la ventanita que había en medio. Bill había cambiado el
picaporte, el cerrojo. Hasta la cerradura. Era un manitas en lo que se refería
a los temas artesanales, como la carpintería, el bricolaje… ¿me echaría una
mano con la moto?
Dejé las bolsas con la
compra sobre una de las encimeras de la cocina. Estaba repleta de herramientas.
Todas de Bill. Algunas desgastadas por el paso del tiempo y el uso. Otras tan
pringadas en aceite que se resbalaban de entre las manos. Del horno escapaba un
suave y dulce aroma a tarta de manzana.
-¿Estás cocinando? ¡Vaya!
Eso si que es nuevo.- Bromeé y me dirigí hacia la habitación contigua. El
saloncito estaba ligeramente iluminado por la luz del sol de poniente. La luz
anaranjada teñía el tapizado de los sofás de tela estampada en flores.
Demasiado cursi para mi gusto. Las mesitas talladas –todas echas por Bill-
estaban cubiertas por manteletes blancos de encaje y, encima de una de ellas,
había una caja de costura, unos cuantos hilares desperdigados y las agujas
clavadas en un almohadón desgastado.
Pero mi madre no estaba
allí.
Escuché voces procedentes
del jardín trasero. Me encaminé hacia allí y me encontré con la puerta de
rejilla abierta. Me apoyé en el marco y vi a mi madre arrodillada sobre su
rosal. Podaba algunas rosas ya maduras y alimentaba la tierra con
fertilizantes. Sus cabellos rubios caían por debajo del pañuelo rojo que se
había puesto para que no le estorbase, aunque, había resultado ser una misión
imposible.
De sus orejas colgaban
los auriculares de su habitual radio desde la cual escuchaba éxitos de sus años
dorados, cuando la música disco era lo que se bailaba en las discotecas y
retumbaban contra los altavoces de los coches de antaño. Sonreí.
-Mamá.
-¿Crees qué con ese cacharro
puesto en los oído podrá escuchar nada de lo que le digas?- Era Bill, que
cargaba con una enorme caja llena de tablones de madera y mil cosas más que no
logré ver, ya que lo tapaba con una lona polvorienta.
Creo que no he mencionado
quién era Bill. Pues bien. Bill era el prototipo de padrastro perfecto. El
último novio de mi madre y con el cual llevaba ya tres años largos. Guapo,
alto, musculoso e informal. Algo más joven que mi madre. Aunque jamás le di
importancia a eso de la edad.
Le sonreí tenuemente, sin
moverme de mi sitio y observando a mi madre que tarareaba algo.
Bill no me caía
expresamente bien, pero tampoco me molestaba su compañía. Sabía cuidar de mi
madre, la hacía feliz y eso era lo que más me importaba.
-Bill. He tenido un
problema con la moto, ¿podrías echarle un vistazo?
-¿Qué te ha pasado?- Dejó
la gran caja sobre la mesa próxima a la puerta, donde solíamos comer barbacoa
las noches calurosas de verano. Parecía preocupado. Yo negué con la cabeza,
ladeándola ligeramente.
-Un imbécil con un
deportivo. Se creía el dueño de la calle y ha golpeado la Honda. Tiene una
bolladura bastante fea en un lateral.
-¿Y porqué no la llevas a
un taller?
-Muy agudo, Bill, ¿me
prestas tú el dinero?- Puse los ojos en blanco y entré de nuevo en casa. Bill
me seguía de cerca, resoplando y secándose el sudor de la frente con un
pañuelo.
-¿Qué pasa con el taller
de tu amigo?
Me crucé de brazos.
-No. Le debo mucho
dinero.
Steven era mi mejor
amigo. Nos conocíamos desde niños y habíamos vivido prácticamente toda la
adolescencia juntos. Él estudió para montar su propio taller y yo para
fotógrafa, aunque aún no había terminado la carrera. Sabía que Steven haría lo
que fuese por mi, pero, no era justo. Él vivía de su trabajo y la deuda era
bastante grande como para seguir acumulando.
-Oye, si no quieres
hacerme un favor, dímelo y déjate de rollos, ¿vale?- Dije tajante. Bill resopló
y dejó caer el pañuelo contra la encimera de la cocina.
-No es por negarte un
favor, Max. Sabes que no sé de mecánica. Lo mío es la carpintería. Hazme caso y
llévalo a un taller. Yo te lo pago.- Asintió y regreso a su quehaceres.
Que detalle por su parte.
Bill era un buen tío, aunque algo agarrado con el dinero. Debía tratarse de una
urgencia auténtica para que me prestase dinero.
Bueno. Un problema menos.
O eso pensaba y esperaba. No podía pedirle a Steven que me perdonase una vez
más. Si fuese por él… pero sus jefes no volverían a pasarle una más y por mi
culpa acabaría en la calle. Y el dinero que yo ganaba en la bombonería no era
suficiente para pagarme una buena mano de obra. Si, era fotógrafa y tenía que
conformarme con trabajar en una bombonería.
Había presentado varias
solicitudes para las revistas locales o el periódico de la ciudad, pero aún no
había recibido respuesta…
Coloqué la compra y
después me serví un poco de limonada bien fría. Me daría una ducha y regresaría
al apartamento para arreglarme y salir de caza fotográfica esa noche.
¿Cámara? Lista ¿Tacones?
Listos ¿Maquillaje? Listo ¿Vestido de infarto? Listo ¿Moto? Aparcada por esa
noche.
Bill no podía hacer nada
por ella, pero si podía hacer algo por mi y era llevarme al centro en
camioneta.
¿Cómo se me había
ocurrido pedirle ayuda a Bill con la moto? Sólo había que ver el lamentable
aspecto de su camioneta.
Definitivamente, Bill, la
mecánica no es lo tuyo.
Necesitaba neumáticos
nuevos, un cambio de aceite, una puesta a punto, arreglar uno de los faros
traseros –y eso si que era importante, a menos que quisiese pasar la ITV en la
comisaría- una manita de pintura, limpiar
los cristales y, sobre todo deshacerse de toda la porquería que había
almacenado en la parte trasera de la camioneta; envoltorios de chocolatinas,
herramientas, condones sin usar y caducados…
¡Por Dios, Bill! ¿Desde
cuándo no limpias?
Me llevó al centro y me
dejó junto a los aparcamientos cerca de Central Park.
-¿Vendrás a recogerme?-
Bill asintió sin mirarme. Más atento a lo que sucedía fuera del coche.
Adolescentes en peligro de extinción, borrachos, cruzando la calzada sin mirar.
Uno se cayó redondo al suelo mientras que sus amigos se reían tontamente.
Adiós a las pocas
neuronas que te quedaban, chaval.
-¿Seguro que esto te
inspira?- Me preguntó con una mueca desagradable en el rostro.
-Oh, si. Una no sabe lo
que puede encontrarse en los tropezones de un vómito. Es toda una aventura. Me
muero de intriga.- Reí y Bill se esforzó por sonreír. Le di un suave golpe en
el hombro con el puño cerrado, tratando de animarlo un poco. –Estoy bromeando.
Relaja el esfínter y dime a qué hora vendrás a recogerme.
-Son las diez y media… ¿a
la una? ¿Tendrás tiempo para flashera a la gente?- Sonreí acomodándome mi largo
cabello negro sobre uno de mis hombros y asentí después.
-Creo que si. Te espero
aquí, a la una.- Me despedí con un breve gesto de mi mano y salí de la camioneta
finalmente.
Cerré y me coloqué el
bajo del vestido que me cubría vagamente los muslos. El tiempo acompañaba y, a
pesar de que estábamos a finales de Septiembre, seguían las olas de calor.
Bill se había marchado y
yo me sumergí en la marea de gente que iba y venía. Con mi cámara en mano,
observé todo cuanto acontecía a mi alrededor.
Los farolillos encendidos
en las ramas más bajas de los árboles que coronaban el camino eran perfectos
con la iluminación. Cubría el sitio con un aura mágica y especial.
Disparé la primera foto,
sin necesidad de flash. Mi primera víctima fue un chico que practicaba
acrobacias en su monopatín. La instantánea captó el momento en el que daba un
salto y giraba 180 º, que más adelante revelaría y escanearía para colgarlo en
mi blog personalizado, sólo apto para aquellos que sabían valorar el arte.
Enfoqué una segunda vez y
plasmé el romance entre dos jóvenes homosexuales que se regalaban besos el uno
al otro, sin importar lo que pudiese pensar el resto del mundo. Esa valentía me
la llevaría conmigo, en mis fotografías.
Estuve caminando
alrededor de una hora. En el reloj de mi móvil marcabas las once y media y ya
había gastado el primer carrete. Me predispuse a cargar la cámara con el
segundo carrete mientras que me sentaba en un banco vacío, de cara a una de las
lagunas del parque.
Fotografié el agua
cristalina. Parecía un espejo, perfectamente pulido, reflejando la luna
creciente y la luz de los farolillos como sus diminutas estrellas.
Sonreí y suspiré. Jamás
me había sentido tan en paz. Como única compañía mi cámara.
La música electrónica de
fondo no ayudaba mucho a relajarse. Se me iban solos los pies, me atraía como
la miel a las moscas…
Me giré y miré en
dirección a los aparcamientos. Había un grupo de chicos más o menos de mi edad.
Apelotonados alrededor de un impresionante monovolumen negro y con el maletero
abierto, dejando ver unos enormes bafles de donde provenía la música.
Me armé con la cámara e
hice una foto. Estaba lo suficientemente cerca para que el objetivo fuese
nítido y lo bastante lejos como para que no se diesen cuenta de que les estaba
fotografiando.
Bajé la cámara y una de
las parejas formada por una rubia despampanante y un calvo tatuado se marchó.
En ese momento apareció un chico alto, vestido con vaqueros ajustados y jersey fino de color blanco o crema. Se
unió a la pequeña fiesta privada, siendo recibido por calurosos abrazos y
palmaditas en la espalda.
Mantuve la cámara entre
mis manos pero la vista fija en la curvatura ascendente de sus glúteos marcados
y definidos por la tela de aquellos vaqueros.
¡Tierra llamando a Max!
Aterriza, mujer.
Pero en realidad no
quise. Estaba disfrutando mucho con las vistas.
Ahora mismo me encontraba vagando por el paraíso de las nalgas
perfectas…
Mis manos se movieron
involuntariamente, acercándome la cámara a la cara. Enfoqué y disparé.
¡Si! Una perfecta
instantánea de un perfecto culo masculino que iría directamente al no tan
perfecto cuarto que me esperaba en mi apartamento, en Brooklyn.
No me sentía satisfecha
del todo, y yo era una mujer muy exigente. Regresé a la cámara y está vez le
capté entero. De espaldas, pero entero.
Con un cuerpo así, ese
chico debía ser modelo, o, de lo contrario se machacaba lo justo y necesario
para resultar fibroso, pero no un musculitos.
Hice una foto. Dos. Tres.
Hasta cuatro y todas del mismo chico.
Cualquiera pensaría que
era una especie de acosadora psicótica de veinte años, pero podía decir en mi
defensa que no era culpa mía que ese chico estuviese tan bueno.
Se medio ladeó y preparé
la cámara impaciente. El corazón se me aceleró de repente y los dedos me
temblaron junto al objetivo.
¿Por qué me ponía tan
nerviosa?
Estaba a punto de plasmar
su rostro para siempre. La guardaría como un tesoro, junto la colección de mis
revistas porno, bajo la cama.
-¡Max!- Era Steven.
Apareció de la nada, interponiéndose entre la cámara y el bellezón de cabello
rubio y culito de tiramisú.
-Ah… hola, Steve.-
Saludé, desilusionada y echando una rápida mirada al monovolumen. Comprobé que
él ya no estaba allí…
Suspiré lánguida y dejé
descansar la cámara sobre mi regazo.
-No sabía que ibas ha
salir esta noche. He buscado la Honda en el aparcamiento, pero como no la he
visto, me he figurado que hoy te quedarías en casa.- Negué automáticamente con
la cabeza y decidí regresar a la realidad.
-Ésta mañana la atropelló
un imbécil con su Ferrari. La moto está bien. Sigue funcionando. Tiene una
abolladura bastante fea en un lateral y he preferido dejarla en casa hasta que
pueda repararla.
-¿Y porqué no la has traído
al taller?
-Por que no tengo dinero
con que pagarte, Steve. Me sabe mal presentarme sin nada y esperar a que tu me
atiendas gratis. Tú vives de esto.- Le miré y él me sonreía cálidamente. Era
una de esas sonrisas que me hacían olvidarme de todo lo complicado. Me aliviaba
tanto por dentro como por fuera.
Me pasó un brazo por
encima de los hombros, acercándome a él.
Steven era un chico
realmente guapo. De esos que cautivan con una sola mirada de sus ojos negros
rasgados. Con la piel canela, bronceada sin necesidad de tostarse al sol
gracias a su sangre mestiza. Su padre es americano, pero su madre desciende de
una antigua tribu de los indios americanos. De ahí esas facciones tan exóticas.
El pelo siempre lo
llevaba recortado, laceo y tan negro como la tinta china. Siempre bien peinado,
incluso cuando iba a trabajar en el taller, entre polvo y carburante.
¿Cómo lo hacía?
De vez en cuando se le
venía algún que otro mechón de pelo hacia delante, pero ni aún así parecía feo.
Steven era de los guapos hasta hartarse, aunque no casaba con su manera de ser.
No existía ni una célula de egocentrismo en él, pero tampoco se valoraba…
Esa noche iba vestido con
una camisa verde, con la mayoría de los botones a medio abrochar. Con el pecho
desprovisto de vello al descubierto.
-Ay, Max ¿Qué tengo que
hacer contigo?- Me besó en la frente y
sonreí. –Trae mañana la moto al taller, y sin rechistar.- Me advirtió y asentí
resignada.
Juro que te lo pagaré,
Steven.
Ambos levantamos la
mirada al mismo tiempo. Estaban esperando a Steve. Un pequeño grupo de tres
personas. La única chica del grupo lo llamaba a gritos y agitando uno de sus
brazos. Era una chica bajita, algo regordeta, pero con cara de muñeca de
porcelana. Iba agarrada de la mano de otro chico muy larguirucho y con unos
enormes cascos reflectantes colgando alrededor del cuello.
Y el tercero de ellos
parecía haber salido de una revista de modelos de cosméticos caros. Con el pelo
cobrizo y arrebatadoramente bien despeinado. Vestido con seda clara y
dedicándole a mi amigo una sonrisa insinuadora.
Alcé las cejas en un
espasmo de sorpresa y miré a Steven con la boca abierta.
-No pierdes el tiempo.-
Solté una pequeña carcajada que el me devolvió con un guiño. Se levantó.
-¿Quieres venir con
nosotros?
Arrugué la nariz y negué.
No sabía como lo hacía, pero siempre me las apañaba para acabar siendo la
sujetavelas de Steven y sus ligues repentinos.
-No. Prefiero quedarme
aquí, con mi cámara. La diferencia entre ella y tú es que jamás me dejaría
tirada por nadie.- Alcé una de mis cejas y sonreí con malicia.
-Entonces, diviértete.
Mañana te veo en el taller.- Me dio un beso en la mejilla y sin esperar un
segundo más, se giró y literalmente corrió a los brazos de su caballero de
cabellos anaranjados. Me despedí con la mano.
Le vi perderse entre la
multitud y yo me alegré por Steven. Nunca le había visto mantener una relación
con un tío más de dos meses y seguramente aquel despampanante muchacho sería un
ligue más.
Me levanté del banco y,
sin poder evitarlo, eché un vistazo entre la gente en busca de una melena rubia
y unos vaqueros que cubrían un culo de infarto.
Me colgué la cámara al
hombro, me acomodé la minifalda del vestido y caminé en dirección a los
aparcamientos. El monovolumen seguía allí, resonando California Grils de Katy Perry a todo trapo y yo me deslicé
disimuladamente entre la gente hasta llegar a uno de los laterales del
vehículo. Ojeé a mi alrededor como una leona, observando mi entorno y
escrutando a la gente, buscando a mi presa.
Entrecerré los ojos
cuando un flamante Ferrari rojo estacionado al fondo de los aparcamientos
encendió mi radar anti-cretinos.
No podía ser el mismo
coche que el de esta mañana. Pero, por si acaso, me acerqué. Quería comprobarlo
por mi misma.
Cuando estuve frente al
capó, ni corta ni perezosa, me incliné hacia delante y pasé las manos por la
chapa de color rojo. El metal estaba como nuevo intacto e incluso pulido. No,
definitivamente no se trataba del mismo coche.
Fruncí el ceño y miré la
insignia en forma de caballo.
¡Mierda! ¿Por qué no apuntaría
la matrícula de aquel mamarracho?
Retrocedí un par de pasos
hacia atrás y, ajustando la lente de la cámara, hice una foto a la matrícula.
Sonreí de medio lado, sintiéndome una niña mala. Grande por dentro y a punto de
reventar de orgullo por mi ocurrencia.
Hice una foto más, o al
menos me preparé para disparar cuando sentí que alguien me tomaba por el hombro
izquierdo y me obligaban a darme la vuelta.
Me desorienté y, debo reconocer que me cagué encima –no literalmente-
imaginándome a dos polis cachas, con las esposas en la mano a punto de
detenerme por fotografiar una matrícula.
¿A caso eso era delito?
Pero en vez de dos polis
cachas, me di de frente con el capullo de aquella mañana. El dueño del Ferrari
rojo y de los vaqueros de infarto.
¡No puede ser! ¡¿Había
estado babeando por aquel imbécil?!
Abrí los ojos con
amplitud y, por primera vez en la vida, enmudecí.
-¡No jodas! Pero mira a
quién tenemos aquí.- Me dijo y me soltó de inmediato. Yo retrocedí hasta dar
con la parte trasera de las rodillas contra el capó del coche. El niño rico no
estaba solo. Iba acompañado de dos de los tres mosqueteros que observaron desde
el coche, riéndose de mi.
Pero, no era eso lo que
más me fastidiaba en realidad. Lo que más me jodía era pensar que me había
estado derritiendo por ese tío toda la maldita noche. Incluso lo había buscado
a la desesperada.
¡Mi cámara estaba llena
de fotos suyas!
Fruncí el ceño.
-Tú. De todos los
imbéciles con pasta que hay en Nueva York, tenía que cruzarme contigo.
-¿Por qué me insultas? Yo
no te he faltado el respeto. Además, eres tú la que estás haciéndole fotos a mi
coche.- Señaló el deportivo y se cruzó de brazos. Bajo ese finísimo jersey
blanco podía percibir los marcados bíceps de sus brazos y su entablado pecho.
-Por qué tú me tiraste la
moto esta mañana.- Le acusé. Era una pena que quisiese tanto a mi cámara, sino
se la tiraba a la cara.
-¿Aún sigues con eso?
Pensaba que habías venido aquí para pedirme disculpas después de arañarme el
capó.- Sonrió de manera socarrona, compartiendo miradas divertidas con sus
amiguitos.
Alcé las cejas y golpeé
su hombro con mi mano abierta. Le empujé y él separó los brazos, levantó las
manos a la altura del pecho y se rió.
-¡No soy yo la que tiene
que pedir perdón! Y si te arañé el capó fue porque…
- Si, ya lo sabemos.
Porque golpeé tu moto. Y yo te ofrecí mi ayuda, te dije que llamaría a mi
seguro y si no hubieses sido tan antipática, quizás ahora la tendrías puesta a
punto.- Se encogió de hombros y se acercó hasta el coche. Yo me hice a un lado
y le observé pasar la mano por encima del capó. Hace menos de un minuto yo
también había pasado las manos por el coche.
-Ya, claro. Es toda una
suerte que su papaito pueda pagártelo todo, ¿verdad?- Se sentó sobre el coche,
cruzándose nuevamente de brazos y me miró directamente.
-Esto me lo he pagado yo.
Además, ¿porqué tendría que darte a ti explicaciones?- Me mordí el labio,
conteniendo las ganas de lanzarme y destrozarle la cara a hostias…
¿Me estaba mirando? Me
daba la sensación de que me repasaba con la mirada. Me estaba haciendo un
chequeo completo, sin cortarse un pelo, sin tener consideración ninguna.
-¿Qué coño estás
mirando?- Le pregunté verdaderamente cabreada. Lo que me faltaba ya par
culminar con la noche es –aparte de un niñato ricachón- un baboso creído.
-Que prefiero tu vestido
a los vaqueros desgastados de esta mañana, las botas de punta de hierro y la
sudadera de Adidas.- Me sonrojé.
¿De verdad se acordaba de
cómo iba vestida ésta mañana?
Bueno, eso no importaba.
Porque yo también me acordaba de cómo iba él vestido. Con el traje de lino, la
corbata roja y camisa blanca.
-¿Eres fotógrafa?- Su
pregunta me pilló por sorpresa, arrancándome de mis pensamientos asesinos. Bajé
la mirada a mi cámara y asentí ligeramente.
-Si. Y de las buenas.
-¿En serio?- Se levantó
de repente y yo retrocedí en un acto reflejo.- Deja que le eche un vistazo.-
Fruncí el ceño.
-¿Qué? No ¿Por qué?-
Agarré la cámara como si de un tesoro se tratase y la apreté contra mi vientre.
¿Sabría a caso que le
había estado tomando fotos sin que se diese cuenta y sin que yo supiese quién
era verdaderamente? Esto resultaba ser muy embarazoso. Nadie más que yo tocaba
esa cámara.
-Está bien. Eres una
chica que no se anda con rodeos, así que, iré directamente al grano. Quiero el
carrete. Le has hecho una foto a la matrícula de mi coche y no me gustaría que
anduviese pululando por ahí, ¿me comprendes?- Tendió una de sus manos.
¿A caso pensaba que le
daría mi cámara? ¿Así? ¿Por las buenas?
Solté una pequeña
risotada y aparté su mano de un manotazo.
-No pienso darte la
cámara, niño rico.
-Me llamo James.
Parpadeé un par de veces.
Me había vuelto a descolocar diciéndome su nombre. Pero yo seguí en mis trece.
-Como si te llamas Brad
Pitt. No te daré el carrete.- Retrocedí, pero sus amigos estaban allí, igual
que dos porteros de discoteca. Me cerraban el paso.
Genial…
John, George, James, o
como se llamase, se acercó y alargó las manos para alcanzar la cámara. Me giré
y golpeé el tobillo de uno de sus amiguitos para que se quitase del medio. Mis
intenciones eran escapar, pero me agarraron por la cintura y me vi impulsada
sin mucha brusquedad -pero si con fuerza- contra el capó del Ferrari. Mi espalda se pegó
completamente. Sentí el frío del metal contra la piel y a través de la fina
tela de mi vestido. James levantó mis brazos, ambos, por encima de mi cabeza y
entre mis dedos seguía sujetando la cámara.
Se situó sobre mi. Cuerpo
contra cuerpo. Con una de sus piernas entre las mías, clavándome la rodilla en
la ingle. Ahogué un grito y lo miré sin llegar a procesar en mi mente que es lo
que estaba ocurriendo.
Fruncí el ceño y apreté
los dedos contra la cámara.
-No te la daré.-
Forcejeé, revolviendo los brazos y retorciendo las muñecas con sus manos
alrededor de ellas.
-Para ya, cabezota. Sólo
quiero el carrete. Rebelo la foto de la matrícula y luego te devuelvo las demás
¿Por qué lo haces todo tan complicado?- A penar de la escenita, de mi posición
contra el coche, de mis manos inmovilizadas y la minifalda del vestido cada vez
más arriba, James no parecía haber perdido la paciencia y me habló de manera
sosegada.
¿Estaba acostumbrado a
este tipo de trato con las mujeres? ¿O lo hacía para sorprenderme?
Le miré directamente a
los ojos. Por un segundo, mi mirada parda se cruzó con la suya, aguamarina,
casi plateada. No me había dado cuenta hasta ese preciso instante de lo cerca
que le tenía. Ese chico, con el que había soñado hacía tan solo unos minutos
atrás…
-James, vienen los
guardias. Tío, suéltala.- Le apremió uno de sus compañeros mientras que el otro
se refrotaba el tobillo dolorido.
Se lo pensó unos
segundos. Y entonces, lentamente, vi como me soltaba. Sólo apartó una mano. La
otra seguía enroscada en mis muñecas.
Descendió la mano por mi
cintura, rozándome la cadera para terminar agarrando el bajo del vestido. Lo
colocó en su sitio, impidiendo que no se me viese nada más allá de los muslos.
Se levantó y me ayudó a
mi, tirando de mis manos.
Suspiré y me arreglé todo
lo que pude, ajustándome los tirantes del vestido, alisándome la zona del
vientre y echándome un mechón de mi cabello tras la oreja.
Miré a James con las
mejillas encendidas y el ceño fruncido.
Mierda. Me sentía igual
que si hubiese acabado de echar un polvo en el asiento trasero de un coche.
-Desfrunce ese ceño,
niña.
-Max.- Le corregí tajante.
-Max.- Repitió él,
arrastrando la sílaba con sensualidad. Eso no ayudó mucho. Me provocó aún más,
pero, ¿en qué sentido? ¿Estaba enfadada o atraída?
Me aparté del coche, de
James y sus dos coleguillas. El pelo me venció por encima de uno de mis hombros
y, dedicándoles una última mirada, me di la vuelta.
Cuando estuve lejos de su
alcance y de su mirada taladradora, me froté la cara con ambas manos.
¡Dios! Aún sentía la
presión en mis muñecas.
¿Qué me había pasado? Me
había desarmado por completo con ese arranque tan… tan… tan ¿qué, Max?
Preferí no pensar más en
ello. Agradecí el aire frío que comenzaba a levantarse. Miré el reloj de mi
móvil. Las once y media.
Sería mejor regresar
hacia la entrada del parque y allí esperar a Bill para que viniese a recogerme
en su camioneta.
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